Llevo escribiendo en este blog desde 2011. En todos estos años he compartido principalmente novedades de belleza que me hacían llegar las marcas, casi siempre sin remuneración económica, solo el producto. Lo hacía —y lo sigo haciendo— porque me gusta descubrir cosas nuevas, probarlas y contar mi opinión de forma honesta. Así de simple.
No me considero influencer, ni lo he sido nunca. Y, sinceramente, creo que eso ha sido una suerte. He llegado a este mundo digital con otra edad, otro filtro y otra mirada. Una mirada que no se deja deslumbrar por todo lo que reluce.
Ahora, en esta nueva etapa del blog, me apetece abrir el abanico y compartir también algunas reflexiones más personales. Como esta: cuánto valoro hoy a los creadores de contenido “normales”, esos que aportan, inspiran o simplemente te hacen pensar. Nada de vidas perfectas, ni aspiraciones que distorsionan la realidad. Prefiero mil veces eso a los perfiles que solo muestran publicidad constante o estilos de vida tan aspiracionales que acaban siendo irreales.
Porque me preocupa —de verdad— lo que este tipo de contenido puede generar, sobre todo en la gente joven. Si ya a veces cuesta no compararse, imagino lo difícil que debe de ser crecer viendo a diario una supuesta perfección que, en realidad, casi nadie tiene. Eso crea ansiedad, frustración y una sensación de que nunca es suficiente.
Por eso me alegro de haber vivido el contenido digital desde la calma. Sin prisas. Sin la presión de aparentar nada. Desde el deseo de compartir, no de influir.
